Acerca de la memoria y la ciudad
Por: José Saramago*
No me acuerdo de haber leído nunca sobre los motivos profundos que nos llevan a amar una ciudad más que otras y, a veces, contra otras. Sin hablar de los casos de amor a primera vista (así fue con Siena, apenas entré en ella), que en general no resisten la acción conjunta del tiempo y de la repetición, creo que el amor por una ciudad se hace de cosas ínfimas, razones oscuras, una calle, una fuente, una sombra. En el interior de la gran ciudad de todos está la ciudad pequeña en la que realmente vivimos.
Habitamos físicamente un espacio, pero, sentimentalmente, habitamos una memoria. Cuando necesité describir el último año de vida de Ricardo Reis tuve que volver atrás cincuenta años en mi propia vida para imaginar, a partir de los recuerdos de aquel tiempo, la Lisboa que habría sido de Fernando Pessoa, sabiendo de antemano que en poquísimo podrían coincidir dos ideas de ciudad tan diferentes: la del adolescente que yo era, cerrado en su condición social y en su timidez, y la del poeta lúcido y genial que frecuentaba, como un derecho de naturaleza, las regiones más altas del espíritu.
Mi Lisboa fue siempre una Lisboa de barrios pobres, como mucho medianos, y si las circunstancias me llevaron, más tarde, a vivir en otros ambientes, la memoria más grata y más celosamente defendida fue siempre la de la Lisboa de mis primeros años, la Lisboa de gente de poco tener y mucho sentir, aún rural en las costumbres y en la idea que se hacía del mundo.
Hoy, tan lejos, me doy cuenta de que la imagen de la Lisboa del presente se va distanciando poco a poco de mí, se va convirtiendo en memoria de una memoria, y preveo, aunque sepa que nunca seré en ella un extraño, que llegará un día en que recorreré sus calles con la curiosidad perpleja de un viajero a quien hubieran descrito una ciudad que debería reconocer enseguida y que se encuentra no precisamente con una ciudad diferente, sino con la impresión de estar ante un enigma que tendrá que resolver si no quiere partir con el alma triste y las manos vacías.
Haré entonces lo mismo que el perplejo viajero: buscaré pacientemente hasta encontrar el espíritu de la ciudad, ese que se oculta en la sombra verde de los jardines, en el color desmayado de una fachada que el tiempo castigó, en la fresca y penumbrosa entrada de un patio, el espíritu que fluctúa desde siempre en las aguas del Tajo y en sus mareas.
Subiré a los puntos altos para mirar los montes de la otra orilla y también, del lado de acá, el declive suave de los tejados rojos en dirección al río, la súbita irrupción de los mármoles barrocos de las iglesias, mientras de los edificios y de las calles invisibles crece el sordo e imperioso rumor de la vida.
(De Cuadernos de Lanzarote)
*José Saramago (Azinhaga, 1922) Ha sido insignido del Premio Nobel para la Literatura en 1998.
(De Cuadernos de Lanzarote)
*José Saramago (Azinhaga, 1922) Ha sido insignido del Premio Nobel para la Literatura en 1998.
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